RUMBO A LAS PASO: ARGENTINOS ELIGEN PRESIDENTE ENTRE TEMORES DE HIPERHIMFLACIÓN
A días de las PASO así ven la situación del país periodistas extranjeros.
Con una inflación del 116%, Argentina es un país que parece estar fuera de control. La gran pregunta frente a las elecciones presidenciales de este fin de semana es quién, si es que hay alguien, puede evitar el colapso.
Para millones de votantes, la vida cotidiana se ha convertido en una lucha agotadora para mantenerse al día con los aumentos desenfrenados de los precios. Hay médicos que deben buscar segundos y terceros empleos para pagar sus facturas, o padres jóvenes que se saltan comidas para poder alimentar a sus hijos. Es una sensación de que uno corre cada vez más rápido solo para llegar al mismo punto. “Es el país de las vacas”, dice Oriana Gago, madre de 22 años, y “no puedes comprar carne, no puedes tomar leche”.
Lo que quizás asuste más a los argentinos —en un momento en que la inflación producto de la pandemia está cediendo en otras partes del mundo—, es que las cosas podrían empeorar antes de mejorar, independientemente de quién sea elegido presidente.
Tres de los cuatro principales candidatos en las primarias del 13 de agosto, que desempeñan un papel clave a la hora de decidir quién gobernará el país, provienen de partidos que durante la última década han tratado de estabilizar la economía argentina propensa a las crisis, pero han fracasado en su intento. El otro es un outsider que quiere hacer cambios radicales, el tipo de candidato al que recurren los votantes hartos de los políticos establecidos, con consecuencias impredecibles.
Con una ventaja marginal en las encuestas está el principal bloque de la oposición, de tendencia promercado. Su candidatos para las elecciones generales de octubre saldrá de Horacio Rodríguez Larreta, el jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, y Patricia Bullrich, conocida por su línea dura contra el crimen cuando era ministra de Seguridad. Ambos proponen una solución convencional para la inflación: recortar el gasto público y dejar de imprimir pesos para pagar las facturas del Gobierno. Pero la última vez que su partido estuvo en el poder, en la segunda mitad de la década de 2010, la tasa de inflación se duplicó.
Se volvió a duplicar bajo el actual Gobierno de centro-izquierda, cuyo principal candidato es Sergio Massa. Como ministro de Economía, ha dedicado más tiempo a apagar incendios —el más reciente, conseguir un nuevo rescate de US$10.800 millones del Fondo Monetario Internacional— que a esbozar planes a largo plazo, aparte de una vaga promesa de acabar con la inflación.
Y luego está Javier Milei, un libertario que propone soluciones radicales a la crisis del costo de vida. Quiere abolir la moneda nacional, el peso, sustituyéndola por el dólar estadounidense, e incluso ha hablado de quemar el Banco Central.
Volatilidad
Todo ello hace que Argentina, potencia exportadora de alimentos que además posee reservas de litio —un mineral cada vez más codiciado en el mundo— se encuentre en un momento volátil. Aunque la inflación esté en el nivel más alto de las últimas tres décadas, y la economía casi con toda seguridad en recesión, hay dos caminos claros que conducen a problemas aún mayores, y el país ya ha pasado por ambos.
Uno de ellos es que la economía argentina podría entrar en hiperinflación, definida típicamente como subidas mensuales de precios de más del 50%, como ocurrió a finales de los años ochenta.
Por ahora no se ha llegado a ese punto. Pero casi todos los economistas prevén una fuerte devaluación de la moneda en algún momento después de las elecciones de octubre, si no antes. Es probable que la desvencijada estructura de controles de divisas establecida por el presidente saliente, Alberto Fernández, no aguante mucho más. Una nueva caída del peso prácticamente garantizaría una aceleración de la inflación.
“Estamos pavimentando el camino para una hiperinflación si no hacemos nada”, advierte Santiago Manoukian, director de investigación de la consultora Ecolatina, que analiza datos de precios de alta frecuencia.
La otra amenaza es que la cura de la inflación haga tanto daño como la enfermedad.
Los recortes del gasto podrían afectar a los subsidios que hacen que la energía e incluso las vacaciones sean asequibles para millones de personas. El ajuste fiscal y monetario, por necesario que sea, habitualmente frena el crecimiento. Y los programas de rescate económico en Argentina tienen un historial de fracasos estrepitosos, como el respaldado por el Fondo Monetario Internacional a principios de la década de 2000. Tras su colapso, el país pasó por cinco presidentes en dos semanas y su economía se contrajo un 10%.
En ese entonces, el país se vio convulsionado por violentas protestas. Es sorprendente que no haya habido nada similar en la crisis actual, dice el historiador Roy Hora. “Si hace unos años le preguntabas a cualquier analista si Argentina puede soportar estos niveles de inflación, estos niveles de pobreza, este grado de deterioro de la actividad económica, y mantenerse como una sociedad sin grandes conflictos en la calle, todos hubieran dicho que eso era imposible”.
Si el tejido social aún no se ha desgarrado, la inflación lo está poniendo bajo una tensión cada vez mayor.
La diaria
En los 11 meses transcurridos desde que nació Chiara, la hija de Oriana Gago, el precio de los pañales casi se ha triplicado. Gago y su pareja, Samir Santa Cruz, viven por debajo del umbral de la pobreza con 150.000 pesos (US$300) al mes. Cuando quedó embarazada, abandonó su sueño de ser maestra de escuela pública y se mudó con la familia de Santa Cruz, hacinando a cinco adultos en un apartamento de 65 metros cuadrados rodeado de barrios marginales en Buenos Aires.
Entonces la inflación se disparó. Con un poder adquisitivo cada vez menor y sin ahorros, la pareja se ve obligada a beber mate —una bebida local con un alto contenido de cafeína— durante todo el día para saciar su hambre. Es la única forma que tienen de alimentar y vestir a Chiara. “Por más que somos papás, somos jóvenes, estamos todo el tiempo pensando en el futuro”, señala Gago. “Si no cambian las cosas, no va a haber futuro”.
Gago y Santa Cruz dicen que votarán por el cambio. Ambos provienen de familias devotamente fieles al peronismo, el movimiento estatista que ha gobernado Argentina durante la mayor parte de este siglo y que ahora ocupa la presidencia. Pero ambos dicen que ahora apoyan a Milei, el radical del extremo opuesto del espectro político.
Milei cuenta con un apoyo del 20% en las encuestas, respaldado por argentinos hartos de la incapacidad de la corriente dominante para lograr avances económicos. El ingreso per cápita es inferior al de hace una década y casi el 40% de los ciudadanos viven en la pobreza.
Al entrar en la ciudad de Intendente Alvear, a unos 500 kilómetros al oeste de Buenos Aires, todo parece normal en las calles bordeadas de sauces y pinos. Los vecinos toman café en la panadería local, o encienden sus parrillas para comer un asado un sábado en un pueblo de unos 10.000 habitantes que forma parte del circuito de polo de Argentina.
Bajo la superficie, Mario Steib, propietario de una ferretería, dice que las cosas se están poniendo tensas. La tradición pueblerina es dejar que los clientes paguen a fin de mes, pero ahora tiene que facturarles el doble de veces, lo que provoca tensiones, ya que la inflación afecta a todo el mundo por igual. La mayoría de los días se queda despierto hasta pasada la medianoche para asegurarse de que los precios de unos 14.000 productos estén actualizados.
“La inflación es un enemigo que te come sin darte cuenta”, dice Steib, de 61 años. “Tenés que aprender a manejarte entre las balas voladoras, pensando siempre en no dormirte”.
En las afueras de Buenos Aires, Leandro Vera está pensando eliminar el pollo del menú de su restaurante familiar. Los precios de las aves de corral se cuadruplicaron en ocho semanas, hasta 12.000 pesos (US$24) el kilo, en parte debido a un brote de gripe aviar. La inflación significa estar siempre jugando a ponerse al día, y perder, señala Vera. “Es como perseguir una zanahoria, algo que sabes que nunca vas a conseguir”.
Todavía imprime los precios de los menús, aunque muchos restaurantes hace tiempo que dejaron de hacerlo porque cambian a una velocidad vertiginosa. En todo caso, las grandes transacciones se hacen cada vez más en dólares. Para las compras cotidianas, los argentinos llevan fajos de billetes. No les queda más remedio, porque incluso el nuevo billete de 2.000 pesos, el doble que el anterior de mayor valor, solo vale unos US$4.
Argentina no llegó a esto de la noche a la mañana. Han sido necesarias décadas de políticas fallidas y reiterados incumplimientos de deuda.
Los políticos del país —y quizá también, en última instancia, su población— no han sido capaces de ponerse de acuerdo sobre las reglas del juego para gestionar los aspectos básicos del dinero público. La mayoría de los países de la región, desde Brasil a México, también han sufrido episodios de inflación desbordante y han logrado un sobrio consenso sobre el gasto que ha estabilizado sus economías. Argentina, a la que le gusta alardear de su rico pasado y su pedigrí europeo —lo que a veces ha molestado a sus vecinos—, nunca lo logró.
El resultado es que la devaluación del peso se ha convertido en una situación casi permanente. El último presidente promercado, Mauricio Macri, intentó una flotación libre de la moneda para recuperar la confianza de los inversores. No funcionó, y los votantes le dieron la espalda en 2019.
Fernández tomó el camino opuesto, congelando precios clave e imponiendo capa tras capa de controles de divisas. Esa estrategia tampoco logró controlar la inflación ni apuntalar la moneda, que ha perdido alrededor del 33% de su valor este año a la tasa oficial, y el 60% en los mercados paralelos. Y es probable que su sucesor herede graves problemas, con las reservas de dólares casi vacías.
Todo el mundo, desde los gestores de cartera hasta los argentinos más pobres, estará pendiente de cómo maneja el régimen cambiario el próximo Gobierno. Es un ejercicio en la cuerda floja, y los líderes de la oposición han señalado que actuarán con cautela. “Tenemos que salir de los controles de capital muy rápido”, dijo la semana pasada Luciano Laspina, asesor económico de Bullrich. Pero “si se eliminan los controles sin ninguna credibilidad, Argentina podría sufrir hiperinflación”.
En la actualidad, son pocos los inversores globales que poseen activos argentinos, por lo que el riesgo de un contagio más amplio en los mercados emergentes es limitado. Los bonos extranjeros del país han estado en territorio de distress desde el último default en 2020. Recientemente se han recuperado un poco, hasta unos 35 centavos por dólar, ante las expectativas de que el sucesor de Fernández apriete las riendas. Pero el próximo Gobierno no asumirá hasta mediados de diciembre, poco antes de Navidad.
“Pensar que nadie va a estar al mando hasta principios del año que viene asusta un poco”, asegura Diego Ferro, fundador de M2M Capital en Nueva York y antiguo socio de Greylock Capital Management.
Salida laboral
Muchos jóvenes argentinos con estudios universitarios han buscado trabajo en negro para empresas extranjeras que pagan en dólares, lo que ha disparado la economía informal. El país tiene un 20% más de empleados públicos que hace 10 años, pero menos empresas privadas. Incluso algunos de los más prósperos se están viendo afectados. Juan Pablo Rudoni dirige una empresa de construcción modular con 300 empleados en las afueras de Buenos Aires que se benefició del auge de la pandemia, construyendo docenas de hospitales para el Gobierno. Sus dos plantas bullen de actividad.
Pero la inflación obliga a Rudoni a ser creativo. Pidió préstamos en pesos al 70% de interés, pensando que las alzas de precios eliminarían el costo de la amortización. Ahora, la empresa que le está construyendo una nueva fábrica no quiere que el total se pague por adelantado en pesos. En cambio, explica Rudoni, solo quieren el 60% ahora y el resto ajustado a la inflación más adelante. Eso hace que el precio final sea mucho más alto, y que sea imposible saber cuánto costará.
Sus empleados, que tienen la sartén por el mango gracias a las leyes sindicales argentinas, también quieren más dinero y más rápido. Hace unos años, Rudoni ajustaba los salarios una vez al año. Luego cada seis meses. Luego cada cuatro meses. Ahora cada dos meses.
“Todos estamos preocupados de una posible hiperinflación porque estamos muy cerca”, afirma Rudoni. “Nadie, ninguno va a poder escapar de esta situación”.
Miles de argentinos adinerados ya encontraron una forma de escapar: abandonaron el país rumbo a Europa o Estados Unidos cuando la moneda se desplomó.
Yanina Court espera que sus hijos también puedan irse algún día. Esta doctora de 45 años empieza la mayoría de las mañanas preguntándose por qué trabaja seis días a la semana. Las largas jornadas laborales y los bajos salarios hacen que la carrera médica en Argentina sea “medio masoquista”, señala. Uno llega a un punto en el que dice: “¿Para qué estoy trabajando?”. Entre dos clínicas y dos consultas privadas, gana el equivalente en pesos a US$1.200 al mes después de impuestos. Hace una década, solo necesitaba un trabajo para ganar lo mismo. Ella y su marido están ahorrando para que sus dos hijos, Christian, de 12 años, y Luna, de 10, puedan seguir estudiando en un colegio privado. En casa, los padres les enseñan a sus hijos inglés, francés y portugués. El objetivo es ofrecerles un futuro en otro lugar. A menos que lleguen los extraterrestres y se deshagan de los políticos, dice Court, no ve mucho futuro en Argentina.
Por Scott Squires, Jonathan Gilbert y Patrick Gillespie (gentileza BL)