RESISTIR, EL GRAN PROYECTO DE LA CLASE MEDIA

Esta porción de la sociedad, alrededor de 45% de las familias, está castigada, con ingresos muy por debajo que en otros momentos y sin proyecto de futuro; sin embargo, pelea por no dejar de pertenecer a este “lugar”.

RESISTIR, EL GRAN PROYECTO DE LA CLASE MEDIA

La sociedad argentina está al borde del quiebre emocional. En consecuencia, sus conductas y reacciones se tornan cada vez más difíciles de prever. De tanto castigarla, lograron arrebatarle el imaginario de futuro. “Nos robaron los sueños y los proyectos”, dicen los ciudadanos con pesar. “La Argentina me duele”, afirman, para confirmar la idea de un corpus colectivo llagado e hipersensible. Los jóvenes sostienen: “Somos la generación que no va a tener nada”.
En ese contexto, la clase media se aferra a un último gran proyecto: resistir. Y es en esa defensa final de ciertos valores que definen la idiosincrasia de la argentinidad, donde quizá se cifre la última esperanza realista sobre un devenir mejor.
La clase media en la Argentina no es solo un lugar en la pirámide social, ciertamente muy sustancioso (45% de las familias), ni un nivel de ingresos, hoy brutalmente devaluados. Tampoco se circunscribe meramente a una tenencia de bienes específicos relevantes como podrían ser la casa propia o el auto. Ni siquiera es un set de costumbres y hábitos específicos, que, por supuesto, los tiene. O un acervo cultural, tan nítido como estable, que busca preservar defendiéndolo con ferocidad.
La clase media en la Argentina es todo esto y mucho más. Es una gran construcción simbólica, un lugar de llegada y de pertenencia. Una fuente de identidad, una aspiración, un sueño, una ilusión, una razón de ser. Una luz en la oscuridad de todos los túneles por los que ha cruzado esta sociedad golpeada y maltratada hasta el hartazgo. La clase media es, sobre todo, una historia.

Para qué?

Cuando los argentinos viven una crisis de sentido como la que están atravesando hoy, la pregunta que brota de sus entrañas ya no es siquiera “por qué” sino el mucho más inquietante “para qué”. Este tipo de replanteo existencial ya ocurrió, en un contexto muy diferente, en la crisis de 2001/2002. Tanto en ese entonces como en la actualidad, la defensa de la identidad de clase media se transforma en la última línea de resistencia a la que se aferra la sociedad para no quebrarse definitivamente.
Por eso, a pesar de sentir que les robaron los proyectos, que no pueden articular un imaginario de futuro, que el mundo les queda cada vez más lejos, que no pueden ahorrar, que los obligaron a vivir día a día, y que el miedo a veces los paraliza, los ciudadanos mantienen como pueden algunos consumos arquetípicos de clase media que los hacen experimentar  esa capacidad de adaptación necesaria para enfrentar la adversidad y sobrevivir.
En un contexto opresivo y atemorizante, se sostienen el cine, el teatro, los recitales, los bares, los cafés, las cadenas de fast food, los restaurantes, las parrillas, las pizzerías, las peluquerías, las salidas familiares de fin de semana, (aunque en muchos casos deban ser austeras), los picnics en los parques de la ciudad o al costado de las autopistas y las reuniones de amigos “a la romana”, donde cada uno trae algo, lo que se pueda, sin prejuicios vergonzantes ni pretensiones extemporáneas. Si no hay Coca Cola o Pepsi, puede haber Manaos, Secco o Cunnington. Y si no, será jugo en polvo o agua de la canilla. Vino, cerveza o fernet, de marcas preferidas o alternativas. En estas instancias ya no hay espacio ni margen alguno para las sutilezas. Lo importante pasa por otro lado.
En el límite, como se sienten ahora, los argentinos se refugian en el espíritu gregario. Como los equipos de fútbol cuando cantan el himno, se abrazan unos con otros para contagiarse la energía que, son conscientes, resultará imprescindible. En ese acto real, y particularmente en el gesto figurativo, mucho más extenso y expandido, es donde se forja la resistencia. Experimentados, se disponen a enfrentar las vicisitudes por venir. Saben de qué se trata. Ya pasaron por ahí.

Un lugar de pertenencia

En numerosas ocasiones, el sector social “de los del medio”, que aglutina a los que no son ni ricos ni pobres, es definido desde el extremo izquierdo del arco ideológico como un conjunto amorfo de seres egoístas, narcisistas y endogámicos, que solo piensan en sí mismos desentendiéndose del destino colectivo. Según esta intencionada perspectiva, se trata de una inasible colectividad unida solo por intereses casi banales y mundanos, vacía de objetivos altruistas, que hace un cuantioso usufructo de los beneficios del Estado, retirándose de la escena cuando llega el momento de contribuir con los que menos tienen.
Nada más inexacto. La clase media, aquí y en el mundo, fue y es un fenómeno “de abajo hacia arriba”, una emergencia, una fuerza creciente y ascendente, que modifica todo a su paso. Fueron los hijos, los nietos y los bisnietos de esos inmigrantes que llegaron “con una mano atrás y otra adelante” los que en base al trabajo y al esfuerzo lograron conquistar un inmenso territorio físico (la octava superficie del mundo) que estaba prácticamente vacío y virgen: en 1850 la población de nuestro país era de apenas 1,1 millones de habitantes y en 1930 pasó a 11,9 millones de habitantes.

 

Factor de estabilización

Como colectivo social, la clase media es generosa a su modo. Al buscar denodadamente el bienestar personal y familiar, algo de lo que no se siente culpable en lo más mínimo, y que por ello ni niega ni oculta, con su actitud en apariencia individualista, favorece la construcción de un entorno estable que beneficia al conjunto.
¿Es conservadora entonces? Podría decirse que sí, en cierto punto. Por eso elude el conflicto. Y se focaliza en el esfuerzo y el mérito. Como pretende progresar y que lo hagan sus hijos, propicia un contexto que favorezca la movilidad social en lugar de atentar contra ella. La clase media anhela que el resto de las variables se queden quietas para poder moverse ella, por lo cual promueve la tranquilidad y la previsibilidad. La conflictividad permanente la asusta porque pone en riesgo lo estructural. Prefiere la estabilidad del sistema por un motivo muy simple: su mayor anhelo es primero ingresar a él, luego pertenecer y finalmente lograr sostenerse. Sueña siempre hacia arriba, teme siempre hacia abajo.
 Los integrantes de la clase media saben y defienden que, mucho o poco, lo que tienen se lo han ganado con el sudor de su frente y por eso no admiten la intromisión del Estado en sus asuntos más íntimos, y mucho menos en sus finanzas. Por supuesto, no son tontos. Toman del Estado todo lo que puedan –planes de incentivo al consumo, créditos, moratorias, entre otros-, pero lo mantienen a distancia. Establecen un pacto recíproco de mutua conveniencia: si el Estado les provee seguridad en el sentido amplio del término y posibilidades de progreso (educación para sus hijos, posibilidades económicas, trabajo, seguridad física y patrimonial), los integrantes de la clase media le devuelven constricción al trabajo, impuestos y orden en la vida pública. En otras palabras, estabilidad, financiamiento y gobernabilidad.
Es una clase social que, en lo posible, elude la confrontación extrema, no por falta de coraje, como algunos le endilgan, sino por falta de interés. Por lo general, no la seduce romper el sistema, aunque sí mejorarlo. En todo caso, los cambios pueden ser progresivos y gestarse desde adentro, pero no de un modo tan brusco que ponga en riesgo su propia supervivencia. He aquí un dilema histórico de la Argentina con el que seguramente nos encontraremos nuevamente más temprano que tarde.
Ocurre que la clase media es aspiracional, demandante, crítica y volátil. Puede aprobar hoy lo que detesta mañana si percibe que en su carrera ascendente está yendo hacia abajo. Se ilusiona y se decepciona con la misma velocidad. Su ideología de base se vincula con la teoría del “buen vivir” que planteara el sociólogo francés Edgar Morin en su ensayo de 2012, Una política para la civilización.  Allí este gran estudioso de la complejidad humana afirmaba que la buena vida debía ser capaz de articular “prosa y poesía”. En su concepción, la prosa se vincula con el trabajo y el esfuerzo, y la poesía, con la celebración y el entretenimiento. Es decir, acción y recreación. Ambas necesarias para el buen vivir. Eso que hoy los más jóvenes, con una agudeza que podría estar indicando el camino a seguir, llaman life balance o vida equilibrada.
Por otra parte, no solo no aborrece a las clases populares sino que las respeta, porque sabe que, más cerca o más lejos en el tiempo, ese es su origen. Traza con ellas puentes y vínculos que mantienen un código común a partir del trabajo, el esfuerzo y el mérito. La clase media no tiene un problema con los humildes o los pobres, ni siquiera con la asistencia social del Estado a los más frágiles, pero sí con aquellos a los que considera vagos. No tolera sentir que el no esfuerzo de los otros se paga con el sobreesfuerzo propio. Eso es otra cosa. Allí no hay punto de acuerdo posible porque operan dos lógicas de valores muy distintas y contradictorias. Es natural que entren en confrontación. La tensión se plasma de manera polar: trabajo, esfuerzo y mérito, por un lado, versus dádiva, especulación y viveza, por el otro.

¿Qué es un país mejor?

A propósito del riesgo de ralentización en el proceso de crecimiento que se venía dando en China, donde 800 millones de personas habían salido de la pobreza, el economista francés Jaques Attali, quien entre otras cosas fue asesor del presidente Francois Mitterand durante 10 años, proclamó en 2015 una sentencia que bien podría considerarse como un axioma social y político de estos tiempos convulsionados donde la mitad de la población global ya integra el selecto grupo de “los del medio”. Dijo: “Nada es más peligroso, para cualquier régimen, que arruinar a la clase media, columna vertebral de todo orden social”. Los integrantes de este complejo corpus social, que a medida que crece y gana diversidad en simultáneo incrementa su complejidad, pueden tolerar crisis económicas, recesiones, ajustes y momentos de austeridad. Pero siempre tienen un límite. El punto es que, como lo demuestra la historia reciente en diferentes países, y también en el nuestro, ese límite siempre es muy difícil de descifrar en los cálculos previos. La precisión que se requiere es la de un cirujano.
Contemplando la dinámica actual de nuestra economía, los oscuros escenarios que se proyectan hacia el futuro de corto plazo y, sobre todo, las correcciones económicas que indefectiblemente llegarán, decidimos ir en búsqueda de ese imaginario que hoy no logra visualizarse porque está obturado, y que si pudiera verse, quizá podría operar como incentivo para “cruzar”.
En nuestros estudios cualitativos basados en focus groups realizamos largas sesiones coordinadas por nuestro equipo de sociólogos, antropólogos, psicólogos y especialistas en tendencias sociales, para intentar dilucidar entre lo explícito y lo latente la figura que nos permitiera al menos esbozar de qué se trata hoy la idea de “un país mejor”.
Tanto para los ciudadanos de clase media –45% de las familias– como para los que se autoperciben integrando esta clase social –80% de las familias– (fuente: Observatorio de Psicología Social de la UBA, 1253 casos, total país, octubre 2022), cuando logran pensar más allá de la asfixiante coyuntura y salir del escepticismo dominante aparece cierta fisonomía, todavía muy borrosa, de esa configuración hipotética, potencial, incluso para algunos ideal y hasta utópica.

Uruguay

En el humor social hoy predominan el enojo, la bronca y una excepcional vocación rupturista. Son expresiones contundentes y explícitas. Sentimientos propios del hábitat emocional en el que estamos viviendo a nivel global desde 2022, luego de haber dejado atrás el hábitat viral 2020-2021, tal como lo definió en sus investigaciones y análisis Almatrends, nuestro laboratorio de tendencias. Es un entorno donde las pulsiones superan a las razones y donde se vive a flor de piel. Los seres humanos ahora quieren vivir y disfrutar. Dadas las circunstancias, en nuestro país, cuando la inflación se acerca al 9% mensual, esas pulsiones oscilan entre la abulia que provoca la conjunción de tristeza y angustia, con la furia que nace del agobio y la impotencia.
Uno  de los mayores estadistas latinoamericanos, el ex presidente uruguayo José María Sanguinetti, planteó en una columna de opinión que publicó en La Nación el 29 de octubre de 2022, bajo el título “La política no necesita más redentores, apenas gobernantes que gobiernen”. En aquel texto hablaba de la región, sus problemáticas y sus líderes. Al referirse a nuestro caso dijo: “La Argentina ¿carece de recursos humanos, ha perdido su enorme potencial? Todo lo contrario. Lo que necesita es diez años de tranquilidad, que los poderes funcionen, que el dólar no sea primera página todos los días, que los jueces no sean quienes resuelven los conflictos políticos. Sobra gente capaz, aun en la política, pero –aparentemente- la razón no paga”.
Si somos constantes, perseverantes y tenemos una dosis de fortuna (siempre necesaria), tal vez, con paciencia, templanza y fuerza de voluntad podamos dejar atrás la melancolía que hoy nos aplasta y nos detiene, para encontrarnos finalmente con esa sociedad y ese país que debiéramos haber sido y que, quizá todavía, estemos a tiempo de empezar a ser.

Por:  Guillermo Oliveto – redacción